La cárcel de la comunicación

Por Amparo Osorio *

En la era de la tecnología, la informática y los circuitos integrados, las comunicaciones se han convertido en el dios local mejor instalado en los escenarios del mundo con su cibernética, su ciberespacio y sus incontables millones de feligreses a lo largo y ancho del globo terráqueo.

Pocos sin embargo se han detenido a pensar cuánto hemos perdido de comunicación, es decir cuánto hemos ganado de incomunicación, en un universo donde la soledad parece ser el grave detonante del ser humano, una bomba de tiempo incursa en nuestros estadios mentales y a la que se atribuye el mayor índice de suicidio en el mundo, que según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud asciende diariamente a 3.000 personas en el planeta, es decir un suicidio cada 3 segundos.

La soledad es en definitiva, la tragedia de nuestro día a día, puesto que la palabra -es decir la comunicación verbal de los seres humanos con su entorno- ha quedado reducida al simple y amatorio monólogo con nuestros pasos.

Otros eran los tiempos del diálogo, de la vivencia compartida, de los interlocutores con quienes se compartía un mundo, contradictorio sí, pero salvable según lo forjaban nuestras inocentes utopías y al que de una forma romántica pretendíamos y aún pretendemos cambiar -sólo a través de la magia que se desencadena en los sublimes lazos de la comunicación.

¿Pero desde cuando esta modernidad o post-modernidad irrumpió entre nosotros dejándonos en las periferias de un mundo con el cual, en razón de la exacerbada tecnología ya no nos comunicamos?

Lo que comenzó como una sana práctica (los conmutadores, por ejemplo) y cuyo oscuro fondo sólo pretendía desechar al ser humano para imponer a la máquina, se ha vuelto uno de los ejemplos clásicos de hasta dónde podremos llegar en materia de incomunicación.

Usted digita un número y contesta una grabación. Luego de un interminable menú de algunos minutos, debe pulsar la tecla de su necesidad, para volver a la pesadilla de ninguna respuesta. La máquina le habla: “Digite 1 para comenzar. 2 para dejar su nombre. 3 tecleé su documento de identidad. 4 para solicitar un servicio. 5 para reclamos. 6 para nuevo servicio. 7 para suspensión del servicio. 8 para planes promocionales. 9 para hablar con un asesor y 10 (si aún no se ha suicidado) para escuchar un cínico mensaje “todas nuestras líneas se encuentran ocupadas”: insista de nuevo...

Si su conexión no es con una empresa del común, sino con una clínica o centro de salud, por ejemplo, la máquina contiene nuevos menús, tanto o más dramáticos que el anterior, como tipo de medicina, si prepagada o plan obligatorio, clase de especialista, si cita o urgencia, si puede esperar un prudencial tiempo de tres meses o requiere ambulancia, etc, amén de los tradicionales: nombre, identificación, sexo, estado civil, estatura y fecha de nacimiento.

Pero este universo kafkiano aún no termina. Si desea hablar con una entidad bancaria, es posible que descubra también que la máquina ha devorado sus últimos recursos económicos en complicidad con la piratería tecnológica. Comprenderá aterrorizado que su tarjeta ha sido clonada y no encontrará un ser de carne y hueso que pueda darle respuestas de ninguna naturaleza, porque la banca mundial, amparada también en la incomunicación, ha tecnificado sus inquietudes y reclamos en líneas que no conducen a ninguna parte.

El tiempo de que disponíamos para vivir la vida, se agota en el interminable andamiaje operativo ante el cual terminamos agotados, indefensos y solos.

¿No queda con quién hablar en el planeta? ¿Qué se hizo ese ser que creíamos humano, encarcelado ahora en el bunker de sus propias invenciones?

Lo práctico de la vida, choca con la premisa de solución a las múltiples y fatigosas necesidades diarias.

Bajo la no muy sana pretensión de salvaguardia, extendible ahora e empresas cuya función social es precisamente el servicio, estamos relegados al nefasto aparato que se extiende también al “ojo mágico de la cerradura, a la perversa alarma que se dispara incluso ante el inocente vuelo de un pájaro, a los circuitos cerrados de televisión, a los chips que persiguen nuestros pasos, a los escáners que leen el contenido de nuestro bolso, y a la siniestra sicopatía numerológica” que pronto terminará manipulando la intimidad de nuestro propio cerebro. El Homo Sapiens ha relegado su rostro y en aras de una mal vendida privacidad, ha perdido incluso su monólogo interrogativo con las estrellas.

La máquina ha devorado al hombre y lo que queda de los dos, se convertirá en uno de los mayores e insostenibles vacíos a los que nos veremos enfrentados, en un mundo inviolable, impune y ciego, que obviamente dejará de palpitar para traernos tan solo el herrumbroso sonido de sus tuercas.

Pronto tendremos que huir, pronto habitaremos los solitarios universos bradburiamos y el robot a nuestro alcance decidirá si le da la gana o no servirnos un café, alcanzarnos un libro, o facilitarnos un cigarrillo que calme este nerviosismo profundo de la soledad a la que hemos sido relegados.

Entonces usted y yo, y el habitante de al lado, hundidos en la incomunicación que estamos creando, no encontraremos quién nos diga por qué derriban un árbol centenario o taponan un río o amurallan las ciudades. Será una voz muerta la que disponga de nuestro precario futuro.

Unos demiurgos mecánicos entrarán a nuestra casa y escucharemos estupefactos sus disposiciones de orden: Cafetera: objeto no identificado. Música: contaminante subversivo. Libros y poemas: artilugios del pasado. Veremos aterrorizados un dispositivo electrónico incinerando nuestros sueños.

La palabra vital será reemplazada por su grotesca parodia, erigiendo un abyecto museo de piezas petrificadas y para quienes pertenecemos a la “antigua generación”, a la última generación comunicativa, solidaria y fraterna, anterior a este caos consumista, sólo quedará la contemplación metálica del mundo dominante y la evocación de las premonitorias palabras de Shakespeare: “lo demás es silencio”.

* Poeta, narradora y ensayista colombiana