La poesía contra la guerra: Ecuador y Venezuela

Conscientes de la fraternidad y solidaridad de los pueblos y en momentos en que las coyunturas políticas intentan fracturar la unidad latinoamericana involucrando a la población civil en las arrogantes posiciones de los gobernantes implicados en el conflicto, el equipo de escritores y periodistas que integran Con-fabulación, rinde homenaje a dos grandes voces de América Latina, el ecuatoriano César Dávila Andrade y el Venezolano José Antonio Ramos Sucre. Invitamos a todos los confabulados a este recorrido por la máxima libertad del hombre: La poesía.

César Dávila Andrade


Poeta y cuentista ecuatoriano nacido en Cuenca en 1919. Autor de: Esquela al gorrión doméstico, Canción a la bella distante, Invitación a la vida triunfante y Espacio me has vencido. Posteriormente publica Carta a la ternura distante, y Oda al Arquitecto, estas dos, de lo más destacado de su creación. El poeta se suicidó en Caracas en 1967.

ENCUENTROS
Nuestros encuentros no tienen mundo.
Se hacen
de pensamiento a pensamiento
en el éter
o en la vivacidad de los sepulcros,
a mil insectos por centímetro.

Nuestros encuentros se sirven
de microorganismos
y partículas de cobre.

Podemos esperar mil años, y aún más.
Nuestros encuentros se realizan en el Iodo
o entre el rumor de herraduras y lienzos
que precede
a las grandes migraciones:

Nuestros encuentros se hacen
en el ser instantáneo
que pasta y muere,
-como pastor y bestia-
entre surcos y siglos paralelos.

Nuestros encuentros no tienen
número ni punto.



José Antonio Ramos Sucre

Genial poeta venezolano. Autor de: Trizas de papel (1921), Sobre las huellas de Humboldt (1923), La torre de Timón (1925), El cielo de esmalte (1929) y Las formas del fuego (1929). Se suicidó en Ginebra, Suiza, en 1930

EL DESESPERADO

Yo regaba de lágrimas la almohada en el secreto de la noche. Distinguía los rumores perdidos en la oscuridad firme.

Había caído, un mes antes, herido de muerte en un lance comprometido.

La mujer idolatrada rehusaba aliviar, con su presencia, los dolores inhumanos.

Decidí levantarme del lecho, para concluir de una vez la vida intolerable y me dirigí a la ventana de recios balaustres, alzada vertiginosamente sobre un terreno fragoso.

Esperaba mirar, en la crisis de la agonía, el destello de la mañana sobre la cúspide serena del monte.

Provoqué el rompimiento de las suturas al esforzar el paso vacilante y desfallecí cuando sobrevino el súbito raudal de sangre.

Volví en mi acuerdo por el efecto de la diligencia de los criados.

He sentido el estupor y la felicidad de la muerte. Un aura deliciosa, viajera de otros mundos, solazaba mi frente e invitaba al canto los cisnes del alba.