Dos Crónicas súbitas

Por Rafael Ortega Lleras

Este escritor, titiritero y anarquista colombiano de 1985 a 1992, se dedicó a la minería del oro en la serranía del Naquén, ubicada en la lejana zona fronteriza entre Colombia, Brasil y Venezuela; como resultado de estas vivencias escribió el libro de crónicas breves: La Quimera del oro, del cual publicamos un adelanto para todos los confabulados

Me voy a morir, hermanito...

Simplemente no lo podía creer. Sonó un disparo de escopeta y alcancé a pensar que ojalá el animal fuera grande, a ver si la carne alcanzaba para todos. Nos habría caído muy bien un pedazo de carne de cajuche o danta. En esos días casi no había nada qué echarle a la olla. Pero no era cacería. Con una cara absolutamente fría, se paró frente a mi cambuche y me lo soltó como quien dice buenos días:

—Allá arriba dejé tirado a su amigo...

Traté de preguntarle a quién se refería, aunque en el fondo sabía que hablaba del amigo mutuo, pero no me dio tiempo de hacerlo. Se echó la escopeta al hombro y desapareció entre el monte de la misma silenciosa manera en que había llegado.

No fue fácil sacarlo de entre el hueco y mucho menos llevarlo hasta mi rancho, porque el menor movimiento le arrancaba unos quejidos atroces. Cuando por fin pudimos recostarlo en mi cama y se calmó lo suficiente para hablar con cierta coherencia, me miró con ojos tristes y me dijo:

—Me voy a morir, hermanito... Prométame que no va a dejar que me entierren con el oro encima.

—Lo prometo.

Aunque traté de ser lo más convincente posible y de armar las frases de tal forma que no parecieran un vano consuelo, ambos sabíamos muy bien que el tiro le había desgarrado las entrañas y no había manera de curarlo. El médico más cercano estaba a más de tres días de camino.

Cuando dejó de jugar a que creía en mis palabras y sus ojos adquirieron la inexpresividad que sólo da la muerte, los que habían escuchado mi promesa me exigieron que la cumpliera.

Por más que buscamos en todos los sitios donde podría haberlo escondido, su frasco de guardar el oro no apareció en ninguna parte. Entonces alguien sugirió lo que yo, macabramente, presentía.

—Ríos no hablaba del oro del frasco, hermano. Él se refería al de los dientes. Y usted prometió que no lo enterraba con el oro encima.

Aunque ya pasaron diez años, todavía me duele el rostro. De manera salvaje profané, armado de un alicate de los grandes, las mandíbulas de mi amigo para cumplir con la promesa.


Ríos

Eran tiempos difíciles. Ya no se trataba de la posibilidad de enriquecernos de un día para otro con el hallazgo de un depósito grande. No, ahora el problema era de otro orden. Era necesidad, era ver de qué manera podíamos conseguir lo mínimo para vivir. Simplemente estábamos con hambre.

Ese día, cuando llegó a trabajar con las primeras luces de la mañana, no podía dejar de pensar en que la leche para el tetero de Arturo se había acabado la noche anterior y que la nota del comerciante era terminante: “Si no me manda un abono de por lo menos la mitad de la cuenta, lo siento mucho, pero no le puedo despachar nada”.

Lo siento mucho. Como si en realidad sintiera algo. ¿Qué iba a sentir ese hombre acostumbrado a levantarse simplemente porque estaba cansado de dormir? A su preciosa niña nunca se la había oído llorar de hambre. ¡Qué iba a sentir!

Recostó la escopeta contra una piedra y se dispuso a trabajar como lo hacía todas las mañanas.

—¡Mierda!

Era lo único que le faltaba. El agua estaba corriendo sucia y eso no podía significar sino un cosa: alguien estaba trabajando arriba. ¿Por qué se tenían que meter precisamente allí cuando estaban en la mina de oro más grande del mundo?

Tomó el arma y se dirigió caño arriba con paso resuelto. Al llegar lo encontró metido entre el hueco.

—¡Ríos... O se sale de ahí, o lo quemo!

—Usted verá...

El estampido de la escopeta hizo huir a los pájaros y a los micos en medio de una gran algarabía.

Cuando de nuevo reinó el silencio había perdido a dos amigos.