Hubo un tiempo, aunque ya no podemos precisar sus fechas exactas ni sus días gloriosos, en el que el deseo fue coincidente con nuestras realidades interiores, armonizaba con sus usufructuarios, y entre el hombre y las cosas no existía la fisura brutal, la distancia mortífera que hoy nos enajena hasta de los alimentos terrestres.
La satisfacción era entonces posible porque no había encontrado su hipertrofia trágica, y el hombre no estaba ahogado en el océano de un anhelo irrealizable.
La sociedad del libre comercio, de la oferta infinita, transformó el mundo en un intolerable espejismo: caminamos siempre una gran carretera iluminada por todos los llamados posibles, todas las combinaciones de la seducción, todas las efigies de los dioses usureros, y entre más crece la oferta menos capacidad tenemos de adquirirla. En ese sendero lleno de luces hipnotizantes, nuestro destino es pasar de poseer a ser poseídos, y en cambio de ensancharnos las cosas se vuelven nuestra conciencia crítica, totems aguerridos y enemigos, y sentimos que hemos sido capturados y avasallados en una jungla objetal.
Vivimos al servicio de imágenes que nos raptan, presos de un deseo omnipotente y fatal, del que somos apenas los alfiles, pasivos o desesperados, fútiles o trascendentales, celestinos o detractores. Y, detrás de esa carga enajenante, como artífice de un gran chantaje, está una raza de hombres y mujeres que han denigrando su talento, y donde no faltan los Fitzgerald vanos, las Safos degradadas, los irónicos Wilde, los Proust y los Joyce que definitivamente no lo fueron, los Shaw que vendieron el alma, los artistas que truncaron el genio y ahora no cuentan sino con una gran bolsa para solazarse. Se trata de los publicistas y su función es convertirnos en peleles del comercio y su inmisericorde producción de bienes, invitados de piedra al gran festín del consumo universal, esa mesa donde la mayoría de las viandas son equívocas, suntuarias, innecesarias y execrables.
La publicidad ha ido creciendo con una celeridad tan grande que si en sus orígenes era una subsidiaria del bussines, ahora es ni más ni menos que el sostén fundamental de los regímenes que basan su identidad en la compra y venta desalmada, y taladra el subconsciente colectivo en la tentativa de hacer que el inventario de la riqueza planetaria pertenezca a los mercaderes, a los dueños, a los detentadores y, en cambio, se extrañe cada vez más de los seres humanos.
Lo que resulta infame de este próspero negocio es el hecho de que no trabaje para todos, de que inflame la necesidad en el reino donde la satisfacción brilla por su ausencia, de que exhiba con un impudor cercano a la obscenidad, la superproducción de alimentos, de ropas, de viviendas, de diversiones que son exclusividad de algunas clases sociales y que para la gran mayoría son territorios ilusorios y vedados. Es como invitar a un grupo de desheredados a mirar un gran baile a través de los ventanales de una residencia palaciega.
El oficio subterráneo de los Shakespeare de Supermercado es redoblar los embates de la ilusión, hacernos perpetuos sitibundos, lograr que tengamos hambre de cosas para siempre. Como respuesta a ese pérfido llamado los hombres se endeudan, se enajenan, se enloquecen, se obsesionan con esa “Existencia primorosa” que hipotéticamente nace cada vez que logramos obtener una nueva vianda del supermercado gigantesco en el que el capital ha transformado nuestra vida.
El avance de estos demiurgos mercantiles es inverosímil y sus artilugios remplazan las formas originales de la felicidad, la libertad y la ternura: a la literatura, a la poesía, al arte, al humor, y, lo que resulta mucho más grave, remplazan a la dignidad y su hermano gemelo, el amor. Todos estos “Escribidores de la nada” vienen de la gran calle Madison que en nueva York ha sido durante décadas el centro de ebullición de las grandes campañas, los lemas, los spot y todas esas bagatelas de la imaginación mercantil con las que convivimos sin oponer ya ninguna resistencia. En esa avenida famosa por el nivel de sus ingresos y la fiereza de sus metodologías, se perfilan los sueños que habrán de avasallarnos cada tanto tiempo, los artilugios que nos obligarán a seguir obliterados ante el prosaico carnaval de los deseos.
Cuando Willie Loman, el desgarrado agente viajero que describiera con tanta precisión Arthur Miller, acaba de ser enterrado, su esposa Linda Loman le habla frente a la tumba y en una de las escenas más conmovedoras del teatro moderno, le hace un reclamo que es la radiografía de nuestro vasallaje frente a las artimañas publicitarias de los buhoneros industriales: “como te vas morir ahora, cuando ya habíamos terminado de pagar las cuotas de la lavadora y solamente nos faltaban dos pagos para hacer nuestro el televisor” Y , por su parte, el escritor mexicano Carlos Fuentes, en una visionaria entrevista concedida hace más de veinte años a la revista Visión, expresa esta severa inquietud: “¿A veces me pregunto para qué quieren hacer desarrollar a los pueblos llamados ahistóricos…? ¿Para que vean a Batman y a superman en la televisión? ¿Para que se preocupen a muerte por la obtención de un coche? ¿Para que den la vida por una lavadora Bendex?”
Alguna vez conocí una hermosa y dolorida publicista. Se llamaba Marissa y tenía los rasgos exactos de quién ha contrariado su destino y extraviado sus dones. Ella me parece el ejemplo más significativo de lo que le ha inoculado la publicidad a sus propios hijos. Tenía una imaginación en perpetuo movimiento a la que coronaba cierto arrobamiento erótico y sus palabras estaban siempre cercanas a la intensidad poética. Pero la necesidad práctica de una vida no demasiado cómoda la había lanzado a las agencias de publicidad donde era una trabajadora tan exitosa como atormentada.
Ni las prebendas económicas, ni la exultación de sus incontables y exactas imaginerías lograban evadirla de un tormento que parecía estar fijo en ella como un sol oscuro: Había querido ser escritora por sobre todas las cosas, y todavía, a hurtadillas, en sus ratos libres, garrapateaba poemas. Pero el triunfo la había raptado y sentía que ya era demasiado tarde. Estaba casada con un jefe de cuentas, no se podía resistir a los lujos con que se acostumbra cegar a las personas en el mundo de los negocios, y ya no estaba segura de poder amaestrar el idioma castellano para sacar de sí una verdadera obra literaria.
Me enamoré de ella por todo eso y porque en sus ojos grises llevaba inscrito el desatino.
Marissa trató de matarse cuatro veces…