(Exclusivo para Con-Fabulación)
Todo esto ocurría en la primera quincena del mes de diciembre de 1967.
Pocos días después, exactamente el 26 del mismo mes, la historia de amor entre Jiménez y la indígena, pasaría a un segundo plano. Sin embargo, ésta se convertiría en una de las piezas claves de un proceso abierto cinco años más tarde a un grupo de colonos, que, como Marcelino, fueron acusados de haber dado muerte violenta a dieciséis indígenas de la región.
Lilia, la indígena pretendida por Jiménez, se había convertido en testigo de excepción del proceso. Sólo ella y dos indígenas más, sobrevivientes de la masacre, podían dar testimonios directos sobre el espantoso crimen, al que la prensa colombiana llamó: “el banquete de la muerte”.
Las pretensiones de Jiménez no eran excepcionales. Un colono blanco decidía sobre la vida de los indígenas, en algunos casos asalariados o trabajadores temporeros en sus fincas. La historia podía remontarse a tiempos más lejanos: todas estas tribus, guahibas, sálivas, plapocos, ciubas y amorúas, habían sido desposeídas de sus tierras y condenadas a sobrevivir en el nomadismo, sombra siniestra de una casi aceptada herencia colonial.
El episodio central empezó a tomar cuerpo aquel 26 de diciembre, cuando dieciocho indígenas marcharon de la finca El Manguito hacia el hato
Los culpables del genocidio trataron de ocultar las pruebas del delito: los cadáveres habían sido amarrados a la cola de las mulas y se pretendía conducirlos a un lugar cercano para proceder a la incineración. No lo consiguieron. Y aquí empieza la historia de un genocidio que habría de encontrar en los dos únicos sobrevivientes, Antuko y Cevallos, a los únicos relatores de los hechos. Habían observado la matanza subidos en lo alto de unos árboles.
Pero no sólo se había producido la matanza. No sólo se había conseguido que los indios acudieran al encuentro fatal. ¡Habían sido agasajados! “Comiendo con la mano en una mesa y sentados en la mesa -diría uno de los testigos-, después la gente llegó a la mesa por ambas partes de la cabeza, y llegaron a matar, y los perros salieron a morder y en la mesa cayeron Doris y Carmelina, la niña de Doris, y los demás huimos”.
La descripción del indígena Antuko es escalofriante, incluso en su entrecortado y pobre castellano. “Y por la mañana vimos que llevaban arrastrados de la cola de la mula los cadáveres, no vimos humo, y ese día, por la tarde, nos fuimos Cevallos y yo para El Manguito, llevando dos canoas cada uno por el río Capanaparo”.
Cinco años más tarde, el 9 de junio de 1972, se abrió proceso a los colonos de
Todavía recuerdo, como si conservara una fotografía, los rostros impenetrables, severos, curtidos por la intemperie, de los seis colonos sentados en el banquillo de los acusados. En las barras, representantes de la distintas comunidades indígenas del país, llegadas a Villavicencio para presenciar el juicio. Si algo había en sus rostros era una extraña mezcla de cólera y escepticismo. En otro plano de la sala, los tres jurados de conciencia: graves, circunspectos, con el peso de una responsabilidad poco frecuente en sus vidas de ciudadanos del común.
El primer día de juicio se oyó por boca de los acusados una de las frases más significativas de la sesión y acaso la clave antropológica del caso. “No creíamos que matar indios fuera malo”, fue la unánime explicación dada por los colonos.
A partir de aquí, poco importa saber si los autores del genocidio fueron condenados o absueltos. Poco importa al menos a efecto de la crónica. A partir de aquel instante, cuando los colonos pronunciaron la tremenda frase exculpatoria, muchos de los asistentes al juicio (antropólogos, periodistas, estudiantes de sociología) cruzamos miradas de consternación y tuvimos la certidumbre de que, condenados o absueltos, había algo más revelador en el hecho de declararse inocentes.