Juan Alberto Rodríguez dejó la guerra pero no las armas, guarda una ocho milímetros cerca de la ingle, es un reinsertado que llegó a Bogotá a firmar su desmovilización de las autodefensas y terminó operando como un matón en distintos puntos de la ciudad. Crónica de un pequeño asesino
Juan es un hombre espigado, de tez morena, con un corte militar que le confiere un aspecto cinematográfico; detesta afeitarse, exhibe un bigote fino, tiene el rostro demacrado como el de un penitente, saluda duro, no le gustan las grabadoras ni las cámaras y pocas veces habla de su vida. Prendió un enorme bareto en ese parque desolado al nor-occidente de Bogotá y empezó a referirme sus peripecias.
–¿Desde qué edad fuma?
–Desde los seis… claro que al principio no le jalaba al Pielroja.
Sacó un arma de entre sus pantalones, me la mostró y al notar mi tensión me dijo: Relájese viejo, deje el visaje, que esta es sólo para defenderme.
Hablaba de forma escueta , sin prejuicios, sin vergüenza, sin complejos, bajo un árbol que cortaba la luz de un atardecer de sol flameante. Sus primeros amaneceres los vivió en Pueblo Bello, un municipio ubicado en el departamento del Cesar. Con los años su familia se traslado a Valledupar; donde a los trece años junto a su hermano Gerardo, ya chalequeaba en los buses, las filas y donde hubiera aglomeración. .
En ese enmarañado mundo de las calles pobres y peligrosas que Juan recorría junto a su hermano pronto tuvo que protegerse y consiguió un arma. Debía preservar su posición de malandrín, de personaje terrible y de cuidado, en medio de personas aún más terribles y que no cuidan a nadie si no es por plata o por miedo. “Mas me demore en comprar el arma que en estrenarla”. La suma de sus homicidios empezó a los catorce, cuando finiquitó una camorra protagonizada por su hermano. Recuerda que los brazos le temblaban, fijó el arma con las dos manos, miró a los ojos a su víctima y jalo el gatillo con precisión. Se escucho el estruendo y el peleador enemigo cayó al suelo, desangrándose.
Después de perpetuado el homicidio vinieron noches de oscuras pesadillas: La visita del muerto en esas visiones, le hacia empapar de lágrimas la almohada. Era apenas normal para un niño, un pequeño asesino que en el fondo sentía miedo pero no remordimiento. Para él, aquel acto estaba justificado. “Lo mate para salvar la vida de Gerardo, el mansito estaba de pelea con mi hermano y se lo iba llevando, le había apuñaleado una pierna, de seguir dándole lo hubiera acabado. Cuando se meten con la familia, no hay santo que valga”.
Gerardo, por susto a las represarías de los amigos y familiares del muerto, y aconsejado por un tío que formaba parte de los grupos paramilitares entró a los combates armados que se escenificaban cotidianamente en el César y en todo el país. Dejó de ser un delincuente cualquiera, un pequeño atracador de barrio: “de la noche a la mañana nadie se metía con mi hermano, estaba respaldado por un grupo grande, en el que había mucha gente igual de jodida a él y a mi, con ganas de joder, de saldar cuentas”.
Gerardo fue dado de baja en un combate entre un grupo paramilitar y un frente guerrillero. Lo que motivo a Juan desde muy joven a seguir los pasos de su hermano, la vida tomo sentido para él en la venganza, no estudiaba, no trabajaba, y estaba tan llevado por el vicio que sus propósitos se limitaban a robar para conseguirlo: “Entré en el bloque Tayrona de Las autodefensas, allí con los combates la sangre se me fue calentando, la puntería mejoró y las benditas pesadillas con los muertos desaparecieron”. Luego se quedó pensativo y dijo “la primera persona que uno mata lo marca, pero después uno se va acostumbrando, he matado a muchas joyitas, malandros, guerrilleros, yo lo que estoy haciéndole es un servicio a la sociedad…”
Con los procesos de desmovilización paramilitar muchos combatientes dejaron las armas: si se entregaban y prometían no volver a delinquir, y ser uno los 42.723 excombatientes reinsertados que el Ministerio de Justicia tiene entre sus estadísticas, lograrían unas prebendas, recibirían capacitación y tendrían una oportunidad para volver a la vida civil . Era la oportunidad para Juan de lavar las manchas de sangre, olvidar los fusiles y empezar una nueva vida: el problema es que las promesas de Juan, fueron vanas y las del estado también. Frank Pearl González, Alto Consejero para
Juan dejó la guerra pero no las armas. Ahora sus días en Bogotá transcurren entre el vicio, en el que mezcla cocaína, marihuana, pepas y otras sustancias. Luego de despachar una buena dosis se prepara para llegar al lugar acordado con sus “superiores”: “Me dan los datos del cliente: hecho a andar mi moto y, sin pensarlo mucho, con buena puntería, realizo la tarea que siempre termina en entierro. Por lo general me toca matar a un guerrillero de algún suburbio, evitar que se organicen”.
A Juan No le toca hacer sus trabajitos cerca de donde habita: “si uno vive en el sur le toca ir al norte y los que viven en el norte van al sur, no voy a hacer limpieza de guerrilleros en la zona donde vivo porque entonces me boletean y termino cinco metros bajo tierra.
Consternado por su actitud le preguntó: “¿Aparte de la primera alguna otra muerte le ha pesado?”:
“Sí, la de un amigo, el cabrón se metió con la mujer de un duro, si me entiende? El duro se entero y me encargo el trabajito. El complot estaba armado, teníamos que ir los dos a matar a alguien en un finca y allí en un potrero mi amigo iba adelante, yo saque el arma y le dije que se diera la vuelta porque a un amigo no se le mata por la espalda.”
El viento empezó acorrer con fuerza, el atardecer sucumbía dándole paso a la noche. Me despedí de mi entrevistado y le desee buena suerte: creo que la necesita.
Al darle la mano me preguntó: “¿No irá a publicar eso con mi nombre”
–¿Sí es el suyo?
–Claro que no… ni güevón que fuera, “nos podemos meter en problemas”