El río está cansado
Ya no hay cuerpo que lo habite
La ropa seguirá desnuda
15 de septiembre de 2000, un día corriente para Boris Núñez.
El personaje
Boris Núñez tiene 38 años, esa edad perfecta en la que se ha vivido lo necesario pero no lo suficiente. Es bajo y tiene pelo de negro aunque es rubio como una mariposa; su nariz, grande y gruesa como sus ansiosos labios; sus ojos, verdes e inmensos; su cuerpo, el de un hombre que lo ha trajinado a punta de deporte y bazuco, mezcla explosiva de gimnasia, ladrillo, mariguana, telaraña y otras porquerías más benéficas. Y su piel es cada vez más pálida, del color del que se va a morir.
Trabaja en Barrancabermeja como oficial forense del municipio; como quien dice, es el sepulturero de un pueblo conocido por su luctuosa suerte. Ha tenido que enterrar a más de una centena de amigos y otro tanto de desconocidos.
El terreno
Los muertos de Barranca se clasifican en dos y es fácil saberlo por los carteles de las prósperas funerarias de la región. A unos pocos los anuncian como El Señor FULANO DE TAL descansó en
Pendiente de cada víctima, los pobladores le avisan a Boris la calle dónde encontrar el más reciente muñeco, como denominan allí al cadáver del asesinado, como si así dicho, el muerto adquiriera la vida del inerme.
Entonces, el hombrecito entra a su pieza, se fuma un porro y se pone la bata fosforescente de oficial forense que lo identifica como empleado público con permiso para ejercer; toma una tiza blanca con la derecha y con la izquierda lleva a su boca un Bon Bon Bum, luego se va en busca del occiso, chupándose la colombina como cualquier Kojak tropical.
Observa al muerto para reconocerlo. Se agacha y lo siluetea con la tiza, mira los impactos y sentencia al público el calibre de la bala y la marca del arma homicida, mientras con disimulo y audacia esculca al muerto en busca de algo de valor. Si el muerto iba en moto, Boris sonríe pícaramente por la suerte que tuvo, pues el casco, más pronto que tarde, irá a parar a las arcas de su jíbaro de cabecera.
El viejo Dany
Daniel, uno de los pocos rockeros del Magdalena Medio, tenía un grupo que se hacia llamar Los hijos de Caín. Soñador, idealista, borracho y mujeriego, pregonaba la libertad de volar y sangrar a punta de guitarra y batería.
El día que le avisaron a Boris que El Dany acababa de dejar este mundo bajo la descripción de Ha muerto, Boris se dirigió furioso a la funeraria, no sin antes meterse una traba de bareta con dos copas del fuerte aguardiente santandereano.
Al llegar, miró directo a la cara del amigo a través de aquel vidrio que cada vez le parecía más un espejo. Manoteó y gritó Te lo dije Dany, te dije que no cantaras en español y repitió la parlotada y golpeó la ventana del cajón cada vez con mayor fuerza, Te dije que cantaras en alemán, en francés, en argentino si hubieras preferido –vociferó maltratando la frágil transparencia que los separaba– Malparido Dany, si me hubieras hecho caso, estarías vivo porque los paracos sólo saben español y nunca se hubieran enterado de que los estabas madreando con tus canciones; hasta que zás, el vidrio en átomos volando fue a parar a la cara de Daniel, así que tuvieron que sacar al difunto y limpiarlo para que llegara impoluto a las entrañas de la tierra.
Epílogo
Algo vió Boris en las miradas de sus muertos, algo que lo estaba dejando sordo, porque el 17 de mayo de 2001, según testigos, fue arrojado al río Magdalena, donde los paras -señalados del asesinato de 5.000 pobladores del Puerto- tienen su botadero de cadáveres.
Su hermano Jorge lo buscó durante ocho meses por los pueblos río abajo, hasta que le mandaron a decir que dejara de hacerlo porque iba a tener la misma suerte del desaparecido.
"El río en esta región es cómplice, el río en esta región se lleva a la gente, la historia de mi hermano es una lápida de agua", dice Jorge.
Esta crónica hace parte de las piezas escritas durante el primer Diplomado de Con-Fabulación