Quiero destacar dos aristas de las muchas que comportan los premios y concursos literarios, particularmente en nuestro país, aún a riego de insistir en un tema que puede parecer baladí y más propicio para revistas de farándula poética.
Uno de esas aristas tiene que ver con la premisa de que se galardona lo inútil, lo que no encuentra sitio en un mundo donde priman las relaciones comerciales, el usufructo y la usura. En el que se comercia hasta lo más íntimo, lo más inaprensible y se codifica en el repertorio de actividades incómodas para el recaudador de impuestos, el cual nos recrimina con su enfado porque no sabe a ciencia cierta qué es en realidad lo que hacemos para merecer una exigua paga en la que no aplica la exención de impuestos.
Esta condición de “inutilidad” es, sin embargo, resignificada recientemente por el capitalismo al descubrir en la cultura una nueva fuente de su eterna juventud, la plusvalía. Entonces, diseña lo que ha dado en llamar la “nueva industria cultural”, modelo que aplica exitosamente para recoger aquellos recursos que se habían escapado, hasta ahora, de su ejercicio de explotación.
Desde las instituciones estatales (ministerios, secretarías de cultura), se pregonan y aplican programas culturales que, bajo el mote de incluyentes, comunitarios, democráticos, buscan enmarcar el trabajo cultural en el nuevo escenario de la globalización y dominio del mercado. Así, se establecen “incentivos” y premios de distinta denominación, desde locales hasta internacionales; que además de las enrevesadas bases para participar, entregan dádivas en metálico, cuidándose de aclarar que son “susceptibles de impuestos y anticipos de derechos de autor”, con lo cual justifican esta nueva forma de sub-empleo en sus balances y hacen de la actividad literaria un ejercicio publicitario que más contribuye a homogenizar el gusto de un público que ya casi no lee pero al cual hay que venderle a toda costa para mejorar los índices de lectura de libros per cápita. También se invoca la “promoción de nuevos talentos” que no consiste en otra cosa que editar aquellas obras que cumplen con los ingredientes al uso y que se acogen a su recetario para aumentar las ventas. Sin hablar de los muchos escritores que, luego de engrosar el grupo de anónimos perdedores, ascienden al cielo de la fama con las charreteras del premio y sienten que ahora sí son “ganadores”, tragándose el cuento de que es su obra la que ha merecido el premio y aspirando a ser los merecedores de la siguiente presea, más significativa en jerarquía y botín. Pobre Baudelaire, enviándole panes de especias y cartas suplicantes a Saint-Beuve y a Víctor Hugo para obtener un sillón en
Otra arista es la de la literatura y el poeta, asumidos como espectáculo. Vieja tradición de las cortes y de los súbditos la de celebrar los nacimientos, caprichos, cambio de calcetines del nuevo tirano con fiestas, corridas de toros y certámenes poéticos. Vinculado a esta concepción de la poesía, el poeta se transforma en florero del salón burgués, portavoz de las más nefastas ideologías, de las encuestas del marketing editorial, turiferario del gobernante de turno, pelagato que es invitado al coctel para mirarlo con desdén y recordarle, como al cantante pobre en una fiesta de opulencias, que “usted a lo que vino fue a cantar”.
De esta manera se escamotea el derecho que tiene el escritor y su trabajo a condiciones dignas para su ejercicio. O si no, ¿cómo explicar que en Colombia se haya creado un flamante Ministerio de Cultura dedicado a repartir un irrisorio presupuesto en forma de dádivas y no se haya logrado crear un Sistema de Seguridad Social para los artistas? ¿Cómo establecer redes de promoción social para los artistas en vez de estimular la insana costumbre de la competencia que privilegia el afán individualista por ser el mejor, y que da lugar a todo tipo de componendas y costumbres a la hora de premios y concursos? Claro que también cuestiono a aquellos, incluido yo, que se creen este sistema de privilegios y participan en ellos, ora como jurados luego como premiados, sin menoscabo de sus ambiciones burocráticas, en una rueda sin fin de viajes festivales, prebendas, abluciones y palmaditas en la espalda por parte de funcionarios que aún no entienden por qué un personaje “inútil” es digno de tales merecimientos y mucho menos por qué es tan díscolo a sus requerimientos protocolarios.
Quiero dejar abierta la discusión al respecto, con la certeza de que el artista debe mantener, una independencia y, ante todo, una dignidad sobre la tierra, su actitud en la circunstancia histórica que le corresponda y la indeclinable libertad de su pensamiento más allá de caer en la tentación de la gloria y el éxito que, para el caso de nuestro país, ya sabemos muy bien lo que exigen y representan.
Así y no de otra forma ejerzo la poesía: posibilidad de rebeldía frente a la indignidad del mercado que todo lo compra y lo vende.