El trofeo de la traición

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Como si se tratara de una visión futurista, cargada de oscuras y tempestuosas nubes, el columnista Gonzalo Márquez Cristo escribió en la edición número 28 de Con-fabulación un artículo, bajo el título de El Comercio de la Traición. Allí, el escritor habla de un mundo que empieza a sacralizar la delación y la deslealtad, que las trastoca en nuevas mercancías, que hace de ellas atractivas transacciones y, con sombrías y bellas palabras, muestra la aciaga ruta que esta miserable devoción está produciendo en la pisque contemporánea. Pues bien, apuntalando de manera trágica su teoría, y tan solo una semana y media después, Colombia asiste con pavor al espectáculo de la traición remunerada, luego del episodio en el que murió el comandante de las FARC Iván Ríos. Lo mató, según debemos creer, uno de sus más cercanos colaboradores, quién ahora será premiado por su gesto traidor con la nada despreciable suma de 5.000 millones de pesos. La polémica está a la orden del día, y la columna de Márquez se eleva a la categoría de videncia. Fueron muchas las cartas que nos llegaron sobre el tema –antes y después de la monstruosa coincidencia- pero resaltamos aquí la enviada por la poeta Luz Helena Cordero.

Quiero compartir lo que sentí ante este lúcido ensayo de Gonzalo Márquez Cristo sobre la traición, uno de los “valores” más premiados por estos días en Colombia. Lo que duele no es que se vaya desarticulando un grupo que también traicionó sus orígenes y que tendrá para siempre una deuda con la historia. Lo que duele no es que el Estado use sus armas más viles para ganar la guerra, porque pensar que la guerra tiene principios éticos es una inocentada y desde que el ser humano la practica, la guerra se ha servido de crucifijos, espejos, sexo, veneno, minas “quiebrapatas”, virus, cohetes, armas nucleares y los productos más depurados de la creatividad y el horror. El único valor que respeta la guerra es el valor de matar y atrás quedan los discursos humanistas que rayan con la ingenuidad. Bien atrás han quedado las exclamaciones éticas y las evocaciones sobre la valentía de los héroes, la lealtad a la causa, el respeto por el enemigo o los inquebrantables lazos de solidaridad entre compañeros. Eso queda para nostálgicas damas e incautos caballeros, cercanos en su delirio al bello hidalgo de la Mancha.

Lo que duele (lo que me duele) es la ruindad de los actos y el espectáculo siniestro de una mano convertida en trofeo para recibir el premio gordo de la infamia. El espectáculo de alguien que se convierte en protagonista de la horrenda novela nacional, que posa y se regodea para salir triunfante en medio del morbo y la inconsciencia colectivos, honrado por el gobierno, por la prensa y por una opinión pública que ha llegado a la sima (con S, la misma de fosa) de la indolencia, al umbral más alto del asombro, al lugar donde la validación de todos los medios violentos no raya con el cinismo sino con el cretinismo. Hace ya un buen tiempo consagramos la nación a los sicarios y a los traidores, y la oración nacional es el “todo vale”, el verbo elegido es “fumigar” (en todas sus acepciones) y la frase más aplaudida es “que los maten a todos”. Qué decir de las fosas comunes, que de tan “comunes”, ya no logran estremecernos. Triste. Triste para los nostálgicos del “había una vez”, para los defensores del amor sobre todas las cosas, para los adalides de las palabras, para los creyentes en valores exhaustos. Asco, dolor y vergüenza me produce el asesino de las tres manos sangrantes, la tercera cercenada y puesta sobre la tribuna del poder. No importa de quién sea la mano, es el trofeo de la traición. De una traición ascendida a virtud por obra de la guerra, del poder político y de la anuencia de estos hijos e hijas consagrados al corazón de Jesús, irónicamente el más célebre traicionado. Loa a los traidores, para que sigan cortando manos y rodando cabezas (literales).