Por Guillermo Linero Montes *
E-mail: guillermolinero@hotmail.com
Qué difícil es hablar de nuestra realidad sin caer en reiteraciones. Todo lo que uno quisiera anunciar, desde la emoción y perplejidad que nos producen los hechos, pareciera estar sonando a mil voces. Cada atrocidad que nos llega vestida de noticia, es ya algo viejo. Si mencionamos un factor equis para connotar el asombro que nos produce, recibimos el desaliento de nuestros interlocutores, porque de eso ya ellos sabían. Los lenguajes que describen esas mismas noticias, parecieran, de tanto repetirse, la adhesión a unos códigos comprometidos.
Si inadvertidos, o libres, decimos, por ejemplo, que x es una lamentable cruz inclinada, nos señalarán como adeptos cómplices de la y, pero, si somos partidarios de esta penúltima letra, entonces recibiremos la observación prevenida y justiciera de sus opositores.
Si huimos de un polo a otro, o si escapamos de un extremo de la cuerda para alcanzar su idéntico contrario, concluiremos, sin duda alguna, que el más seguro lugar es el centro, el punto de equilibrio. No el centro, plagado de infundadas y malsanas interpretaciones, sino ese impreciso lugar donde no ocurren las prevenciones típicas de lo humano (el miedo a la miseria y el orgullo de la riqueza).
Pienso que tal vez, sea ese el ámbito donde existe el sujeto y donde ocurren las acciones que lo identifican como bueno. Me explico: no hay que tener mayor agudeza perceptiva, para entender que así como la felicidad es un momento y la amargura un largo tramo, igual la benevolencia es un instante en la eternidad de lo malévolo. ¿Cómo atrapar entonces esa oportunidad fugaz? ¿Cómo ser buenos en un mar de experiencias negativas?
Basta echar un vistazo a nuestro entorno para comprobar que ello es así. Las religiones –con sus instituciones y oficiantes-, son hoy un montón de noticias adversas. No provocan milagros y a cambio utilizan sus rituales para explicar lo inexplicable: la pena de muerte y la condición sagrada de la pobreza.
Por su parte, “los elegidos”, que deben construir y ordenar, son agentes del caos. Parecen emisarios de un dios travieso y corruptible, si acaso no es un desafuero nombrar como tal, de dios o divinidad, lo proveniente de su contrario atroz.
Pienso ahora, que tal vez el escritor Norman Mailer tenía razón cuando, en su última entrevista, confesara que a su juicio el diablo le va ganando a Dios. Y no es difícil entender porqué un escritor afortunado -de la talla del autor de El Rey del Ring- haya terminado los años bajo la frustración de esa fatídica conclusión, si contextualizamos su vida en el marco convulsivo del Siglo XX, y en su caso, si consideramos su nacionalidad norteamericana. Quizás, si Mailer hubiera sido colombiano, habría dicho, además, que los espectadores de semejante lid ya están haciendo urras al diablo.
Es erizante vivir en medio de un mundo maniqueísta donde es muy complejo distinguir quiénes son los buenos o quiénes son los malos. Donde escuchar, por ejemplo, a los ministros de la iglesia, y sus discursos de cuya ambigüedad cortan tela para encubrirse unos y otros, es una experiencia de inmerecida indefensión.
¿Cómo tomar partido, verbigracia, por esta o aquella idea, si todas tienen el viso del estigma? A los oprimidos los representan los opresores, y a los opresores los legitiman los oprimidos: cada “elegido” es el vivo retrato de nuestra inconciencia.
No es lícito hablar hoy de la inocencia de los iletrados –los desamparados de la asistencia social- cuando cometen delitos de corte irracional, si los peores crímenes provienen del guante blanco, es decir, de aquellos a quienes la sociedad les ha legitimado una aureola de santidad, o de quienes hemos autorizado para ejercer, en nuestro nombre, los asuntos que deben asegurar y armonizar la estabilidad ciudadana.
No obstante, de la misma manera, el entorno de nuestras cercanías igual parece derruirse. La familia, los amigos, los correligionarios, los colegas, se distraen en la obnubilación que les exige su personalísima responsabilidad de subsistencia. Afectos y camaraderías, están tocados por la misma incertidumbre: ¿quiénes serán los buenos? ¿quiénes serán los malos? o, lo que resulta peor, ¿de quién hay que cuidarse?
Los hechos del presente, los que ocurren en Colombia y en el mundo, se encargan de hacer todo confuso, y tal vez ocurrirá “la mala hora” si los pájaros no aprenden rápido a dispararle a las escopetas. Pero como no se trata de invitar a ser malos, quizás les corresponda a los pájaros dialogar de una vez por todas con las escopetas.