Sobre la guerra, esa borrachera colectiva

Por Estanislao Zuleta *

De este con-fabulador clásico, injustamente olvidado, pero siempre a punto de saltar al presente con su clarividencia, Estanislao Zuleta disecciona la médula del conflicto humano y de la guerra. Página inolvidable

1. Pienso que lo más urgente cuando se trata de combatir la guerra es no hacerse ilusiones sobre el carácter y las posibilidades de este combate. Sobre todo no oponerle a la guerra, como han hecho hasta ahora casi todas las tenden­cias pacifistas, un reino del amor y la abundancia, de la igualdad y la homogeneidad, una entropía social. En realidad la idealización del conjunto social a nombre de Dios, de la razón o de cualquier cosa conduce siempre al terror, y como decía Dostoyevski, su fórmula completa es "Liberté, egalité, fraternité... de la mort". Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contra­dicción en los términos. La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es una meta alcan­zable, ni deseable, ni en la vida personal -en el amor y la amistad-, ni en la vida colectiva. Es preciso, por el contra­rio, construir un espacio social y legal en el cual los con­flictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposi­ción al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo.

2. Es verdad que para ello, la superación de "las contradicciones antinómicas" entre las clases y de las rela­ciones de dominación entre las naciones es un paso muy impor­tante. Pero no es suficiente y es muy peligroso creer que es suficiente. Porque entonces se tratará inevitablemente de reducir todas las diferencias, las oposiciones y las confron­taciones a una sola diferencia, a una sola oposición y a una sola confrontación; es tratar de negar los conflictos internos y reducirlos a un conflicto externo, con el enemigo, con el otro absoluto: la otra clase, la otra religión, la otra nación; pero éste es el mecanismo más íntimo de la guerra y el más eficaz, puesto que es el que genera la felicidad de la guerra.

3. Los diversos tipos de pacifismo hablan abundante­mente de los dolores, las desgracias y las tragedias de la guerra -y esto está muy bien, aunque nadie lo ignora-; pero suelen callar sobre ese otro aspecto tan inconfesable y tan decisivo, que es la felicidad de la guerra. Porque si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra hay que empe­zar por confesar, serena y severamente la verdad: la guerra es fiesta. Fiesta de la comunidad al fin unida con el más entrañable de los vínculos, del individuo al fin disuelto en ella y liberado de su soledad, de su particularidad y de sus intereses; capaz de darlo todo, hasta su vida. Fiesta de poderse aprobar sin sombras y sin dudas frente al perverso enemigo, de creer tontamente tener la razón, y de creer más tontamente aún que podemos dar testimonio de la verdad con nuestra sangre. Si esto no se tiene en cuenta, la mayor parte de las guerras parecen extravagantemente irracionales, porque todo el mundo conoce de antemano la desproporción existente entre el valor de lo que se persigue y el valor de lo que se está dispuesto a sacrificar. Cuando Hamlet se reprocha su indecisión en una empresa aparentemente clara como la que tenía ante sí, comenta: "Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres que, por un capri­cho, por una estéril gloria van al sepulcro como a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de com­prender, por un terreno que no es suficiente sepultura para tantos cadáveres". ¿Quién ignora que este es frecuentemente el caso? Hay que decir que las grandes palabras solemnes: el honor, la patria, los principios, sirven casi siempre para racionalizar el deseo de entregarse a esa borrachera colecti­va.

4. Los gobiernos saben esto, y para negar la disen­sión y las dificultades internas, imponen a sus súbditos la unidad mostrándoles, como decía Hegel, la figura del amo absoluto: la muerte. Los ponen a elegir entre solidaridad y derrota. Es triste sin duda la muerte de los muchachos argen­tinos y el dolor de sus deudos y la de los muchachos ingleses y el de los suyos; pero es tal vez más triste ver la alegría momentánea del pueblo argentino unido detrás de Galtieri y la del pueblo inglés unido detrás de Margaret Thatcher.

5. Si alguien me objetara que el reconocimiento previo de los conflictos y las diferencias, de su inevitabili­dad y su conveniencia, arriesgaría paralizar en nosotros la decisión y el entusiasmo en la lucha por una sociedad más justa, organizada y racional, yo le replicaría que para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflic­tos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz.

* (Medellín 1935 - Cali 1990). Uno de los pensadores colombianos más importantes del siglo XX. Respuesta a una serie de preguntas formuladas por la Dirección de la Revista "La Cábala". El texto aquí publicado está incluido en Elogio de la Dificultad y Otros Ensayos de Hombre Nuevo editores, Colombia.