Gamoneda: Confabulador clásico

Se trata del más grande poeta vivo en lengua castellana. Nacido el 30 de mayo de 1.931 en Oviedo (España), desde muy temprano se consagró a la investigación de la vulnerada intimidad del hombre, haciendo del poema un instrumento esencial de conocimiento y conciencia, y lavando sus palabras de la retórica impuesta por ciertas tradiciones de la lírica hispana. Así, el edificio verbal que ha construido parece reencontrar la sublevación original y el salvajismo impetuoso. Por eso, quizá, ha mostrado un gran interés en la parte ritual de la escritura y por venerables íconos científicos y filosóficos como el Dioscórides del siglo XVI. Ganó el Premio Cervantes en 2006, con el beneplácito de la comunidad poética internacional y el acostumbrado mutismo de la gran prensa y los artistas oficiales. Su nutrida obra cuenta con títulos como La Tierra y los Labios,Sublevación inmóvil, Arden las pérdidas, Lápidas, el libro del frío y el Libro de los venenos. Ha colaborado también con grandes artistas plásticos como Antonio Tapies. Aquí una muestra intensa del gran Gamoneda, el mismo que pretende descubrir sin arrogancia “La Perspectiva de la Muerte”.


DOS POEMAS DEL LIBRO DEL FRÍO

1.

Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.

Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué hago yo delante del abismo?

Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.

2.

Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos. Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.

Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas, fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.

Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.