Ignoramos desde cuando toda opinión silvestre quedó expresada en las encuestas, pero sabemos que se trata de una disolución que deja al mundo en manos de unas pocas ideas y exalta a la categoría de pensamiento los discursos petrificados, sustanciales solo en la medida de actuar en un miserable marco histórico: los proyectos más pobres, o más delirantes, o más grandilocuentes, mediante este artilugio adquieren la prestancia y el ropaje de lo venerable.
Las encuestas no son otra cosa que un nuevo y colorido disfraz del dogma, la disimulada legitimación del pensamiento unívoco, de la hipotética grandeza de una democracia que se consolida a través del abucheo y el escarnio al otro, y donde el que tiene más adeptos remplaza al monarca y al señor feudal, con una serie de trucajes y hechicerías que cebarían las extravagancias de los sicoanalistas; ellas han estigmatizado todas las opiniones y las virtudes particulares, en favor de una razón adocenada donde, se supone, se conjuntan y armonizan todas las capas sociales, las profesiones y oficios, las sensibilidades. Y esa razón deambula entre nosotros, artera y enardecida, buscando a la disidencia para anularla con el ácido mortal del dogma. Colombia, por ejemplo, se ha cerrado, según la voz omnímoda de las encuestas, para condenar a los violentos y gracias a eso, se acoge a una bitácora redentora que la sacará del caos... pero ninguna encuesta notifica de que para esa opinión colectiva, para esa ideología silvestre, para ese ideario idéntico y, paradójicamente informe, todo pensamiento divergente es violento y condenable.
Hasta donde sabemos, las encuestas son uno de los fiascos históricos más aterradores, porque nos hacen creer que la aceptación multitudinaria de un cuaderno moral coincide matemáticamente con su grandeza, cuando es fácil comprobar que una colectividad enardecida entregada a un proyecto “salvador” termina por engendrar una prolongada y sanguinaria noche....
Llegadas a nosotros como otra herencia mitológica, otra moda ritual de la sociedad pragmática, otro artefacto de consumo, las encuestas son una novísima y sutil forma de la opresión. Acogidas como la quintaesencia de la verdad, quién no les cree no participa de la historia, es un arrojado del jardín, una criatura de la periferia. Parafraseando a Carlos Marx, no necesitamos hablar de las encuestas sobre la miseria y si, en cambio, denunciar la miseria de las encuestas.
La falacia de las encuestas radica en que pretenden transformar en ciencia una superchería. Sus discutibles métodos, su tramoya colorida y la manera temeraria con que pretenden reflejar la tendencia de los tiempos mediante guarismos, nos demuestran que son un comercio más, una nueva, hilarante y falaz forma de fetichismo aritmético.
Si se tratara de encuestas, si esos redondos guarismos contuvieran un ápice de verdad y transparencia, entonces algunos proyectos multitudinarios no habrían desembocado en el reino de la ignominia y en la pesadilla de la vigilia histórica.
Hasta donde sabemos, una encuesta realizada en Roma en la década del treinta habría otorgado un aplastante triunfo al Ducce Benito Musolini. En aquellos días toda Italia pareció estar con él, comulgar con su grandilocuente palabra fascista y creer a fe puntillas en que era la nueva encarnación de la abolida grandeza imperial. No es necesario recordar cómo terminó aquel periodo, el fragoroso pacto con el ultraje, el abuso y la demencia en que desembocó tanto optimismo. Bastaría con volver a observar el cuerpo estrangulado del aborrecible tirano, o revisar las imágenes de los días posteriores, cuando la horda de sus admiradores y sus devotos desapareció de escena como por arte de magia.
También el nacionalsocialismo habría obtenido el favor de las encuestas de manera concluyente. Nadie en toda Alemania pareció dudar de que el puño de hierro de Adolfo Hitler mostraba el sendero de un porvenir magnífico. Así, para que su itinerario no tuviera reparos, a voluntad, la mayor parte de los alemanes cerró los ojos. Los campos de concentración, la masacre colectiva, la dignidad ultrajada fueron el desenlace de aquella nueva cabalgata de las walkirias. Luego, tampoco aparecieron –ni aparecen aún- los hombres que llenaron sus plazas, abrieron sus puertas o calentaron sus hornos crematorios.
Pero quizá la encuesta más esclarecedora, la que mejor relata el origen falaz de esta técnica de persuasión, de esta soterrada forma de dopaje, de esta ultrajante manipulación, es aquella que podría haberse realizado en Jerusalén en el año cero. No dudemos por un instante que a la pregunta ¿Usted está de acuerdo con crucificar a este revoltoso nazareno? La mayor parte de los habitantes de aquel tiempo y lugar habría contestado afirmativamente.
Las encuestas son, en síntesis, la apoteosis de los colaboracionistas, el colofón del pensamiento domeñado, la prueba reina de que solamente habrá historia en la medida en que no exista nunca un pensamiento uniformado tan infernal como la geometría, ni una sensibilidad común, ni, mucho menos, una cifra que nos saque de la duda metódica, de la pregunta inquietante, única certeza que nos cabe entre las manos.
Nuestra obligación frente a la “verdad” que nos develan las encuestas es la divergencia intimista, y cuando alguien las enarbole como la revelación de una verdad teológica, lo más sensato será gritarle, como Julio césar: ¿Tú también bruto?