Como uno de los grandes genios de la escritura del siglo pasado, Jean-Paul Sartre, constituyó no sólo para literatura y la filosofía, sino para el pensamiento del hombre contemporáneo, una de las inagotables fuentes con su profunda y controvertida visión universal. La república del Silencio uno de sus textos capitales, aparecido en la revista Letras Francesas, en 1944, nos muestra sin veladuras esas atmósferas profundas en las que la interlocución con la muerte enciende el fulgor de la vida. Invitamos a Sartre a este espacio de Confabuladores Clásicos, no sin recordar que fue el único escritor capaz de escupir sobre el Premio Nobel de Literatura.
Jamás fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana. Habíamos perdido todos nuestros derechos y, ante todo, el de hablar; diariamente nos insultaban en la cara y debíamos callar; nos deportaban en masa, como trabajadores, como judíos, como prisioneros políticos; por todas partes, en las paredes, en los diarios, en la pantalla, veíamos el inmundo y mustio rostro que nuestros opresores querían darnos a nosotros mismos: a causa de todo ello éramos libres. Como el veneno nazi se deslizaba hasta nuestros pensamientos, cada pensamiento justo era una conquista; como una policía todopoderosa procuraba constreñirnos al silencio, cada palabra se volvía preciosa como una declaración de principios; como nos perseguían, cada uno de nuestros ademanes tenía el peso de un compromiso.
Las circunstancias a menudo atroces de nuestro combate nos obligaban, en suma, a vivir, sin fingimientos ni velos, aquella situación desgarrada, insostenible, que se llama la condición humana. El exilio, el cautiverio, la muerte que el hombre enmascara hábilmente en las épocas felices, eran los objetos perpetuos de nuestra preocupación, y sabíamos entonces que no son accidentes que uno pueda evitar, ni siquiera amenazas constantes pero exteriores, sino que debíamos ver en ellos nuestra suerte, nuestro destino, la fuente profunda de nuestra realidad de hombres. Segundo a segundo vivíamos en su plenitud el sentido de esta frase trivial: «Todos los hombres son mortales». Y la elección que cada uno hacía de sí mismo era auténtica puesto que la realizaba en presencia de la muerte, puesto que ella siempre habría podido expresarse bajo la forma: «Antes la muerte que...». Y no me refiero a ese grupo escogido que formaron los verdaderos soldados de
La misma crueldad del enemigo nos llevaba hasta los extremos de nuestra condición, forzándonos a formularnos las preguntas que se suelen eludir en tiempos de paz. Todos aquellos de nosotros —¿y qué francés no se vio, en una oportunidad u otra, en tal caso?— que conocíamos algunos detalles relativos a
No hay ejército en el mundo en que haya pareja igualdad de riesgos para el soldado y el generalísimo. Por esa razón, precisamente,