La estación del instante: Miguel Torres Pereira

Por Argemiro Menco Mendoza

Después de descubrir cómo perduran los lugares íntimos y el tiempo vivido en La estación del instante –nuevo poemario del poeta Miguel Torres Pereira–, vale afirmar que su palabra dinamiza espejos de existencia y estados de alma, en instantáneas, donde germina la memoria y palpita una mirada de hondas pesadumbres.

Estos lapsos –momentos de momentos– singularizan experiencias de vida vulnerable. Son recintos de celajes altísimos; heridas y nostalgias que unen a la morada con sentimientos cósmicos crecidos en el patio; desasosiegos que se refugian en las preguntas eternas, buscando bajar del cielo o extraer de la tierra caribeña una respuesta, el consuelo del sentido. La sombra del fuego y la lluvia purifican el lodo de la angustia. El sufrimiento se quebranta en la fragilidad de la materia. La abreviatura del destino es epitafio de lo efímero. Lo perdido aparece como si fuese una porción mágica del mundo de Aurelio Arturo. Hay fragmentos de historias donde todo fluye como efecto de una pluma sombría, pues sólo la poesía es el lenguaje capaz de correrle el velo a nuestras hondas laceraciones, las verdaderas miserias.

Un sismógrafo es el poeta cuando registra «el dolor de cada muro», la obra de ese ángel extraño que afila su «angustia milenaria» en sus huesos, el llanto de los dioses y, con mayor razón, las lágrimas lastimadas del origen o las del yo pluralizado. A esto se suma la rudeza de la existencia, «la carga obligada» del cuerpo y ese «sitio obligado», que en el orden metafísico nos corresponde vivir. El poeta nos expresa un infierno y padece como hombre. Pero sucede que al seguir «escapando a los cuchillos» posterga su desplome hacia el abismo. Declara que la vida es un «instante que le regaló la muerte». Es la dialéctica del eterno vivir y del eterno morir, para luego renacer: la sensación de lo que redunda hasta el hastío: «sólo entonces se repetirá mi génesis/ para morir de nuevo». Asimismo, el Ser del poeta es consciente de su levedad. Él aborda el acontecimiento de la muerte, como lo hizo Montaigne –con lucidez escalofriante, pensándola en cada instante para aprender a morir–. Entonces pareciera que el poeta le pierde el miedo a la muerte, esa otra estación oscura de los últimos instantes. Allí grita encadenada la migración ineluctable.

Representarnos este fondo es lidiar la derrota, hasta en las mínimas intermitencias del La estación… El ejercicio del hablante lírico se torna en gimnasia espiritual que sublima la amenaza, lo más cierto que uno tiene: el más terrible advenimiento. Ahora contemplemos algunos versos que aprisionan «situaciones límites», de las que hablaba Jasper, salpicados por el color y el aroma de la muerte: «la última noche de tus ojos»; segmentos que evocan el suspiro final del padre, «el aroma triste de los últimos cerezos del jardín»; «bebamos pronto el último sorbo», como si fuera la réplica de Sócrates, o de un Omar Khaiyam; la brisa de un invierno estrangulándose en «la garganta del último diluvio».

Crepúsculo y síntesis: una luz extraviada nos revela ilusiones de ceniza: «Ojalá cuando llegue el último sol… la tierra me sea leve». Deseos urgentes del poeta: que el peso entenebrecido se diferencie de las agujas o las lluvias de octubre que lo trajeron a este mundo. Nuestro ojalá: que, por entonces, el poeta reciba el amor y la ternura que necesita de la Divinidad, para que el instante del adiós definitivo «a estos despojos» de la vida no resulte tan cruel y despiadado.

Saludamos esta noble poesía, distinguida por la sinceridad y el donaire alquímico de su palabra. Es un lenguaje difusor de encantos cuyas imágenes universales nos comunican, con mucha sutileza, los renuevos creativos de su autor.

Colección Los Conjurados, Bogotá (Colombia)